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Hechos 2, 1-11

El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse.

En esos días había en Jerusalén judíos devotos, venidos de todas partes del mundo. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.

Atónitos y llenos de admiración, preguntaban: «¿No son galileos, todos estos que están hablando? ¿Cómo, pues, los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay medos, partos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes. Y sin embargo, cada quien los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua».

Hechos 28, 16-20. 30-31

En aquellos días, cuando llegamos a Roma, se le permitió a Pablo vivir en una casa particular, con un soldado de guardia. Tres días después de su llegada, convocó a los judíos principales, y una vez reunidos, les dijo:

«Hermanos, sin haber hecho nada en contra de mi pueblo, ni de las tradiciones de nuestros padres, fui preso en Jerusalén y entregado a los romanos. Ellos, después de interrogarme, querían ponerme en libertad, porque no encontraron en mí nada que mereciera la muerte. Pero los judíos se opusieron y tuve que apelar al César, sin pretender por ello acusar a mi pueblo. Por esta razón he querido verlos y hablar con ustedes, pues llevo estas cadenas a causa de la esperanza de Israel».

Dos años enteros pasó Pablo en una casa alquilada; ahí recibía a todos los que acudían a él, predicaba el Reino de Dios y les explicaba la vida de Jesucristo, el Señor, con absoluta libertad y sin estorbo alguno.

En aquellos días, el comandante, queriendo saber con exactitud de qué acusaban a Pablo los judíos, mandó que le quitaran las cadenas, convocó a los sumos sacerdotes y a todo el sanedrín, y llevando consigo a Pablo, lo hizo comparecer ante ellos.

Como Pablo sabía que una parte del sanedrín era de saduceos y otra de fariseos, exclamó: «Hermanos: Yo soy fariseo, hijo de fariseos, y me quieren juzgar porque espero la resurrección de los muertos».

Apenas dijo esto, se produjo un altercado entre fariseos y saduceos, que ocasionó la división de la asamblea. (Porque los saduceos niegan la otra vida, sea de ángeles o de espíritus resucitados; mientras que los fariseos admiten ambas cosas). Estalló luego una terrible gritería y algunos escribas del partido de los fariseos, se pusieron de pie y declararon enérgicamente: «Nosotros no encontramos ningún delito en este hombre. ¿Quién puede decirnos que no le ha hablado un espíritu o un ángel?»

El alboroto llegó a tal grado, que el comandante, temiendo que hicieran pedazos a Pablo, mandó traer a la guarnición para sacarlo de allí y llevárselo al cuartel.

En la noche siguiente se le apareció el Señor a Pablo y le dijo: «Ten ánimo, Pablo; porque así como en Jerusalén has dado testimonio de mí, así también tendrás que darlo en Roma».

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