Este milagro ―muy importante, tanto es así que lo cuentan todos los evangelistas― manifiesta el poder del Mesías y, al mismo tiempo, su compasión: Jesús se compadece de la gente. Ese gesto prodigioso no sólo permanece como uno de los grandes signos de la vida pública de Jesús, sino que anticipa lo que será después, al final, el memorial de su sacrificio, es decir, la Eucaristía, sacramento de su Cuerpo, y de su Sangre entregados para la salvación del mundo. La Eucaristía es la síntesis de toda la existencia de Jesús, que fue un solo acto de amor al Padre y a los hermanos. Allí también, como en el milagro de la multiplicación de los panes, Jesús tomó el pan en sus manos, elevó al Padre la oración de bendición, partió el pan y se lo dio a sus discípulos; y lo mismo hizo con el cáliz del vino. Pero en aquel momento, en la víspera de su Pasión, quiso dejar en ese gesto el Testamento de la nueva y eterna Alianza, memorial perpetuo de su Pascua de muerte y resurrección. La fiesta del Corpus Christi nos invita cada año a renovar nuestro asombro y la alegría ante este maravilloso don del Señor, que es la Eucaristía. Recibámoslo con gratitud, no de manera pasiva, rutinaria. No tenemos que habituarnos a la Eucaristía e ir a comulgar como por costumbre, ¡no! tenemos que renovar verdaderamente nuestro “amén” al Cuerpo de Cristo, cuando el sacerdote nos dice, el “Cuerpo de Cristo”, nosotros decimos “amén”: pero que sea un amén que venga del corazón, convencido. Es Jesús el que nos ha salvado, es Jesús el que viene a darme la fuerza de vivir. Es Jesús, Jesús vivo. Pero no tenemos que acostumbrarnos: cada vez como si fuera la Primera Comunión.  (Papa Francisco – Ángelus, 23 de junio

Los comentarios están cerrados.

Comentarios recientes
    Categorías