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«Quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6, 6). Se trata de una palabra clave, una de las palabras que nos introducen en el corazón de la Sagrada Escritura. El contexto, en el que Jesús la hace suya, es la vocación de Mateo, de profesión «publicano», es decir, recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad imperial romana; por eso mismo, los judíos lo consideraban un pecador público. Después de llamarlo precisamente mientras estaba sentado en el banco de los impuestos —ilustra bien esta escena un celebérrimo cuadro de Caravaggio—, Jesús fue a su casa con los discípulos y se sentó a la mesa junto con otros publicanos. A los fariseos escandalizados, les respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. (…) No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13). El evangelista san Mateo, siempre atento al nexo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en este momento pone en los labios de Jesús la profecía de Oseas: «Id y aprended lo que significa: «Misericordia quiero y no sacrificios»». (…) Esta palabra de Dios nos ha llegado, a través de los Evangelios, como una de las síntesis de todo el mensaje cristiano: la verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos. (Benedicto XVI – Angelus, domingo, 8 de junio de 2008)

Las palabras de los Papas

… Se sabe por qué Tomás se opuso. Por qué no quiso aceptar la verdad de la resurrección. En esto no era diferente de los otros Apóstoles. Tenían dificultades análogas. (…) Tomás no estaba con ellos cuando vino Cristo por vez primera al Cenáculo. De ahí su reserva. Su «incredulidad». Pidió una prueba. La misiva prueba que ya habían tenido los otros. No le bastaban sus palabras e informaciones. Quería convencerse personalmente. Quería ver con los propios ojos. Quería tocar. Y obtuvo lo que pidió. Su «incredulidad» vino a ser en cierto sentido una prueba suplementaria. (…)  Precisamente porque se oponía a la noticia de la resurrección, ha contribuido indirectamente a hacer que la noticia adquiriese todavía mayor certeza. Tomás «incrédulo» se hace, en cierto modo, portavoz singular de la certeza de la resurrección. Como afirma San Gregorio Magno, «la incredulidad de Tomás nos ha sido mucho más útil respecto a la fe, que la fe de los otros discípulos. En efecto, mientras Tomás es llevado de nuevo a la fe mediante el tacto, nuestra mente se consolida en la fe con la superación de toda duda. Así el discípulo que dudó y tocó, se convierte en testigo de la realidad de la resurrección» (XL Homiliarum in Evangelia, lib. II, Homil. 26, 7; PL 76, 1201). (San Juan Pablo II – Regina Caeli, 22 de abril de 1979)

Este milagro ―muy importante, tanto es así que lo cuentan todos los evangelistas― manifiesta el poder del Mesías y, al mismo tiempo, su compasión: Jesús se compadece de la gente. Ese gesto prodigioso no sólo permanece como uno de los grandes signos de la vida pública de Jesús, sino que anticipa lo que será después, al final, el memorial de su sacrificio, es decir, la Eucaristía, sacramento de su Cuerpo, y de su Sangre entregados para la salvación del mundo. La Eucaristía es la síntesis de toda la existencia de Jesús, que fue un solo acto de amor al Padre y a los hermanos. Allí también, como en el milagro de la multiplicación de los panes, Jesús tomó el pan en sus manos, elevó al Padre la oración de bendición, partió el pan y se lo dio a sus discípulos; y lo mismo hizo con el cáliz del vino. Pero en aquel momento, en la víspera de su Pasión, quiso dejar en ese gesto el Testamento de la nueva y eterna Alianza, memorial perpetuo de su Pascua de muerte y resurrección. La fiesta del Corpus Christi nos invita cada año a renovar nuestro asombro y la alegría ante este maravilloso don del Señor, que es la Eucaristía. Recibámoslo con gratitud, no de manera pasiva, rutinaria. No tenemos que habituarnos a la Eucaristía e ir a comulgar como por costumbre, ¡no! tenemos que renovar verdaderamente nuestro “amén” al Cuerpo de Cristo, cuando el sacerdote nos dice, el “Cuerpo de Cristo”, nosotros decimos “amén”: pero que sea un amén que venga del corazón, convencido. Es Jesús el que nos ha salvado, es Jesús el que viene a darme la fuerza de vivir. Es Jesús, Jesús vivo. Pero no tenemos que acostumbrarnos: cada vez como si fuera la Primera Comunión.  (Papa Francisco – Ángelus, 23 de junio

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