«Para Dios nada hay imposible…» (Lc 1, 37). Sólo con la omnipotencia que ama, sólo con la inescrutable potencia del amor de Dios se puede explicar el hecho de que la Virgen —hija de padres humanos y de generaciones humanas— se convierta en la Madre de Dios. Y, sin embargo, este hecho era incomprensible para Ella misma: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34). Pero ¡»para Dios nada hay imposible»! Puesto que la omnipotencia del Eterno Padre y la infinita potencia de amor que actúa con la fuerza del Espíritu Santo hacen que el Hijo de Dios se convierta en hombre en el seno de la Virgen de Nazaret, entonces la misma potencia en previsión de los méritos del Redentor, preserva a su Madre de la herencia del pecado original. «¡Para Dios nada hay, imposible”! Escuchando la Palabra de Dios vivo, la cual nos habla desde lo profundo del primer adviento, salgamos al encuentro de todo lo que el tiempo del hombre y del mundo nos puede traer. Caminemos, unidos, a la Mujer por excelencia, María. (Juan Pablo II, Homilía del 8 de diciembre de 1981)

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