Archivo de agosto de 2024

Pedro hace su confesión de fe en nombre de los otros Apóstoles: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de Vida eterna» (v. 68). No dice: «¿dónde iremos?», sino «¿a quién iremos?». El problema de fondo no es ir y abandonar la obra emprendida, sino a quién ir. De esa pregunta de Pedro, nosotros comprendemos que la fidelidad a Dios es una cuestión de fidelidad a una persona, a la cual nos adherimos para recorrer juntos un mismo camino. Y esta persona es Jesús. Todo lo que tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito. ¡Tenemos necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus palabras de vida eterna! Creer en Jesús significa hacer de Él el centro, el sentido de nuestra vida. Cristo no es un elemento accesorio: es el «pan vivo», el alimento indispensable. Adherirse a Él, en una verdadera relación de fe y de amor, no significa estar encadenados, sino ser profundamente libres, siempre en camino. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿quién es Jesús para mí? ¿Es un nombre, una idea, es solamente un personaje histórico? O ¿es verdaderamente esa persona que me ama, que ha dado su vida por mí y camina conmigo? Para ti, ¿quién es Jesús?  En silencio, que cada uno responda en su corazón. (Ángelus, 23 de agosto de 2015)

Jn 6, 55. 60-69

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Al oír sus palabras, muchos discípulos de Jesús dijeron: «Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?»

Dándose cuenta Jesús de que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen». (En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo habría de traicionar). Después añadió: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede».

Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También ustedes quieren dejarme?» Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

Ef 5, 21-32

Hermanos: Respétense unos a otros, por reverencia a Cristo: que las mujeres respeten a sus maridos, como si se tratara del Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es su cuerpo. Por lo tanto, así como la Iglesia es dócil a Cristo, así también las mujeres sean dóciles a sus maridos en todo.

Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola con el agua y la palabra, pues él quería presentársela a sí mismo toda resplandeciente, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada.

Así los maridos deben amar a sus esposas, como cuerpos suyos que son. El que ama a su esposa se ama a sí mismo, pues nadie jamás ha odiado a su propio cuerpo, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola cosa. Éste es un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

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