Archivo de enero de 2025

Hermanos: Durante la antigua alianza hubo muchos sacerdotes, porque la muerte les impedía permanecer en su oficio. En cambio, Jesucristo tiene un sacerdocio eterno, porque él permanece para siempre. De ahí que sea capaz de salvar, para siempre, a los que por su medio se acercan a Dios, ya que vive eternamente para interceder por nosotros.

Ciertamente que un sumo sacerdote como éste era el que nos convenía: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y elevado por encima de los cielos; que no necesita, como los demás sacerdotes, ofrecer diariamente víctimas, primero por sus pecados y después por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Porque los sacerdotes constituidos por la ley eran hombres llenos de fragilidades; pero el sacerdote constituido por las palabras del juramento posterior a la ley, es el Hijo eternamente perfecto.

Ahora bien, lo más importante de lo que estamos diciendo es que tenemos en Jesús a un sumo sacerdote tan excelente, que está sentado a la derecha del trono de Dios en el cielo, como ministro del santuario y del verdadero tabernáculo, levantado por el Señor y no por los hombres.

Todo sumo sacerdote es nombrado para que ofrezca dones y sacrificios; por eso era también indispensable que él tuviera algo que ofrecer. Si él se hubiera quedado en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo ya quienes ofrecieran los dones prescritos por la ley. Pero éstos son ministros de un culto que es figura y sombra del culto celestial, según lo reveló Dios a Moisés, cuando le mandó que construyera el tabernáculo: Mira, le dijo, lo harás todo según el modelo que te mostré en el monte. En cambio, el ministerio de Cristo es tanto más excelente, cuanto que él es el mediador de una mejor alianza, fundada en mejores promesas.

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En los Evangelios, muchas páginas relatan los encuentros de Jesús con los enfermos y su compromiso por curarlos. Él se presenta públicamente como alguien que lucha contra la enfermedad y que vino para sanar al hombre de todo mal: el mal del espíritu y el mal del cuerpo. (…) Y cuando un padre o una madre, o incluso sencillamente personas amigas le llevaban un enfermo para que lo tocase y lo curase, no se entretenía con otras cosas; la curación estaba antes que la ley, incluso una tan sagrada como el descanso del sábado (cf. Mc 3, 1-6). Los doctores de la ley regañaban a Jesús porque curaba el sábado, hacía el bien en sábado. Pero el amor de Jesús era dar la salud, hacer el bien: y esto va siempre en primer lugar.

Jesús manda a los discípulos a realizar su misma obra y les da el poder de curar, o sea de acercarse a los enfermos y hacerse cargo de ellos completamente (…) He aquí la tarea de la Iglesia. Ayudar a los enfermos, no quedarse en habladurías, ayudar siempre, consolar, aliviar, estar cerca de los enfermos; esta es la tarea.

La Iglesia invita a la oración continua por los propios seres queridos afectados por el mal. La oración por los enfermos no debe faltar nunca. Es más, debemos rezar aún más, tanto personalmente como en comunidad.  (Audiencia general, 10 de junio de 2015)

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