El amor con que Jesús nos ha amado es humilde y tiene carácter de servicio. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). La víspera de la pasión, antes de instituir la Eucaristía, Jesús lava los pies a los Apóstoles y les dice: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15). Y en otra circunstancia, los amonesta así: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el esclavo de todos» (Mc 10, 43-44). A la luz de este modelo de humilde disponibilidad que llega hasta el «servicio» definitivo de la cruz, Jesús puede dirigir a los discípulos la siguiente invitación: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El amor enseñado por Cristo se expresa en el servicio recíproco, que lleva a sacrificarse los unos por los otros y cuya verificación definitiva es el ofrecimiento de la propia vida «por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Esto es lo que subraya San Pablo cuando escribe que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). (…) Con este sacrificio, consecuencia de su amor por nosotros, Jesucristo ha completado su misión salvífica.  (…) Esta verdad central de la Nueva Alianza es al mismo tiempo el cumplimiento del anuncio profético de Isaías sobre el Siervo del Señor: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías…, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 5). «Él llevó los pecados de muchos» (Is 53, 12). Se puede afirmar que la redención constituía la expectativa de toda la Antigua Alianza. (San Juan Pablo II – Audiencia general, 31 agosto 1988)

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