Archivo de la categoría ‘Palabras del Santo Padre’

El Padre siempre ha estado presente en la vida de Jesús y Jesús hablaba de esto. Jesús rezaba al Padre. Y muchas veces, hablaba del Padre que cuida de nosotros, como cuida de los pájaros, de los lirios del campo… Y cuando los discípulos le pidieron que les enseñara a orar, Jesús enseñó a orar al Padre: «Padre nuestro» (Mt 6,9). Siempre va [se dirige] al Padre. Esta confianza en el Padre, confianza en el Padre que es capaz de hacer todo. Este valor para rezar, porque rezar requiere valentía. Orar es ir con Jesús al Padre que te dará todo.  Así sigue adelante la Iglesia, con la oración, la valentía de la oración, porque la Iglesia sabe que sin esta subida al Padre no puede sobrevivir. (Homilía Santa Marta, 10 de mayo de 2020)

Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y, por lo tanto, nadie nos la puede quitar, ni siquiera el diablo. Nadie puede quitarnos esta dignidad. Esta palabra de Jesús nos alienta a no desesperar jamás. Pienso en las madres y en los padres preocupados cuando ven a los hijos alejarse siguiendo caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también en quien se encuentra en la cárcel, y le parece que su vida se haya acabado; en quienes han hecho elecciones equivocadas y no logran mirar hacia el futuro; en todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen no merecerlo… En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré nunca de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en la situación más fea de la vida, Dios me espera, Dios quiere abrazarme, Dios me espera. (Audiencia general, 11 de mayo de 2016)

La parábola se encuentra entre dos movimientos, expresados por dos verbos: subir y bajar. El primer movimiento es subir. De hecho, el texto comienza diciendo: «Dos hombres subieron al Templo a orar» (v. 10). Este aspecto recuerda muchos episodios de la Biblia, en los que para encontrar al Señor se sube a la montaña de su presencia (…) Pero para experimentar el encuentro con Él y ser transformados por la oración, para elevarnos a Dios, necesitamos el segundo movimiento: bajar. ¿Por qué? ¿Qué significa esto? Para ascender hacia Él debemos descender dentro de nosotros mismos: cultivar la sinceridad y la humildad de corazón, que nos permiten mirar con honestidad nuestras fragilidades y nuestra pobreza interior. En efecto, en la humildad nos hacemos capaces de llevar a Dios, sin fingir, lo que realmente somos, las limitaciones y las heridas, los pecados y las miserias que pesan en nuestro corazón, y de invocar su misericordia para que nos cure y nos levante. Él será quien nos levante, no nosotros. Cuanto más descendemos en humildad, más nos eleva Dios. el fariseo y el publicano nos conciernen de cerca. Pensando en ellos, mirémonos a nosotros mismos: veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe «la presunción interior de ser justos» (v. 9) que nos lleva a despreciar a los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo. Cuidémonos del narcisismo y del exhibicionismo, basados en la vanagloria, que también nos lleva a nosotros los cristianos, a nosotros los sacerdotes, a nosotros los obispos, a tener siempre la una palabra «yo» en los labios, ¿Qué palabra? «Yo» (Ángelus, 23 de octubre de 2022)

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