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En la cruz se manifestó a los cristianos el «evangelio del sufrimiento» (Salvifici doloris, 25). Jesús reconoció en su sacrificio el camino establecido por el Padre para la redención de la humanidad, y lo recorrió. (…) Ciertamente, no es fácil descubrir en el sufrimiento el auténtico amor divino, que, mediante el sufrimiento aceptado, quiere elevar la vida humana al nivel del amor salvífico de Cristo. Ahora bien, la fe nos lleva a aceptar este misterio y, a pesar de todo, infunde paz y alegría en el alma de quien sufre. A veces se llega a decir, con san Pablo: «Estoy llenó de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (San Juan Pablo II, Audiencia General 27 de abril de1994)

El Espíritu Santo, luego, como promete Jesús, nos guía «hasta la verdad plena» (Jn 16, 13); nos guía no sólo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía incluso «dentro» de la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y esto no lo podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristiano será superficial. (…) Preguntémonos: ¿estoy abierto a la acción del Espíritu Santo, le pido que me dé luz, me haga más sensible a las cosas de Dios? Esta es una oración que debemos hacer todos los días: «Espíritu Santo haz que mi corazón se abra a la Palabra de Dios, que mi corazón se abra al bien, que mi corazón se abra a la belleza de Dios todos los días». (Papa Francisco, Audiencia general 15 de mayo de 2013)

En este contexto, “juicio” significa que el Espíritu de la verdad mostrará la culpa del “mundo” al rechazar a Cristo, o, más generalmente, al volver la espalda a Dios. Pero puesto que Cristo no ha venido al mundo para juzgarlo o condenarlo, sino para salvarlo, en realidad también aquel “convencer respecto al pecado” por parte del Espíritu de la verdad tiene que entenderse como intervención orientada a la salvación del mundo, al bien último de los hombres. El “juicio” se refiere sobre todo al “príncipe” de este mundo, es decir, a Satanás. Él, en efecto, desde el principio intenta llevar la obra de la creación contra la alianza y la unión del hombre con Dios: se opone conscientemente a la salvación. Por esto “ha sido ya juzgado” desde el principio, como expliqué en la Encíclica Dominum et vivificantem (n. 27). Si el Espíritu Santo Paráclito debe convencer al mundo precisamente de este “juicio”, sin duda lo tiene que hacer para continuar la obra de Cristo que mira a la salvación universal (cf. Dominum et vivificantem n. 27.). Por tanto, podemos concluir que en el dar testimonio de Cristo, el Paráclito es un asiduo (aunque invisible) Abogado y Defensor de la obra de la salvación, y de todos aquellos que se comprometen en esta obra. Y es también el Garante de la definitiva victoria sobre el pecado y sobre el mundo sometido al pecado, para librarlo del pecado e introducirlo en el camino de la salvación. (San Juan Pablo II – Audiencia General 24 de mayo de 1989)

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