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Hay que recordar la respuesta que dio Jesús a los fariseos que reprobaban a sus discípulos el que arrancasen las espigas de los campos llenos de grano para comérselas en día de sábado, violando así la Ley mosaica. Primero Jesús les cita el ejemplo de David y de sus compañeros, que no dudaron en comer los “panes de la proposición” para quitarse el hambre, y el de los sacerdotes que el día de sábado no observan la ley del descanso porque desempeñan las funciones en el templo. Después concluye con dos afirmaciones perentorias, inauditas para los fariseos: “Pues yo os digo, que lo que hay aquí es más grande que el templo…”; y “El Hijo del Hombre es señor del sábado” (Mt 12, 6, 8; cf. Mc 2, 27-28). Son declaraciones que revelan con toda claridad la conciencia que Jesús tenía de su autoridad divina. El que se definiera “como superior al templo” era una alusión bastante clara a su trascendencia divina. Y proclamarse “señor del sábado”, o sea, de una Ley dada por Dios mismo a Israel, era la proclamación abierta de la propia autoridad como cabeza del reino mesiánico y promulgador de la nueva Ley. No se trataba, pues, de simples derogaciones de la Ley mosaica, admitidas también por los rabinos en casos muy restringidos, sino de una reintegración, de un complemento y de una renovación que Jesús enuncia como inacabables: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35). Lo que viene de Dios es eterno, como eterno es Dios. (San Juan Pablo II – Audiencia general, 14 de octubre de 1987)

El amor con que Jesús nos ha amado es humilde y tiene carácter de servicio. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). La víspera de la pasión, antes de instituir la Eucaristía, Jesús lava los pies a los Apóstoles y les dice: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15). Y en otra circunstancia, los amonesta así: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el esclavo de todos» (Mc 10, 43-44). A la luz de este modelo de humilde disponibilidad que llega hasta el «servicio» definitivo de la cruz, Jesús puede dirigir a los discípulos la siguiente invitación: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El amor enseñado por Cristo se expresa en el servicio recíproco, que lleva a sacrificarse los unos por los otros y cuya verificación definitiva es el ofrecimiento de la propia vida «por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Esto es lo que subraya San Pablo cuando escribe que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). (…) Con este sacrificio, consecuencia de su amor por nosotros, Jesucristo ha completado su misión salvífica.  (…) Esta verdad central de la Nueva Alianza es al mismo tiempo el cumplimiento del anuncio profético de Isaías sobre el Siervo del Señor: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías…, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 5). «Él llevó los pecados de muchos» (Is 53, 12). Se puede afirmar que la redención constituía la expectativa de toda la Antigua Alianza. (San Juan Pablo II – Audiencia general, 31 agosto 1988)

la acción del Espíritu Santo es la fuente del gozo interior más profundo. Jesús mismo experimentó esta especial “alegría en el Espíritu Santo” cuando pronunció las palabras: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Lc 10, 21; cf. Mt 11, 25-26). En el texto de Lucas y Mateo siguen las palabras de Jesús sobre el conocimiento del Padre por parte del Hijo y del Hijo por parte del Padre: conocimiento que comunica el Hijo precisamente a los “pequeños”. Es, pues, el Espíritu Santo el que da también a los discípulos de Jesús no sólo el poder de la victoria sobre el mal, sobre “los espíritus malignos” (Lc 10, 17), sino también el gozo sobrenatural del descubrimiento de Dios y de la vida en Él mediante su Hijo. La revelación del Espíritu Santo mediante el poder de la acción que llena toda la misión de Cristo acompañará también a los Apóstoles y a los discípulos en la obra que desarrollarán por mandato divino. Se lo anuncia Jesús mismo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos…, hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Aún cuando en el camino de este testimonio hallen persecuciones, cárceles, interrogatorios en tribunales, Jesús asegura: “Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10, 19-20; cf. Mc 13, 11). Hablan las personas; una fuerza impersonal puede mover, empujar, destruir, pero no puede hablar. El Espíritu, en cambio, habla. Él es el inspirador y el consolador en las horas difíciles de los Apóstoles y de la Iglesia: otra calificación de su acción, otra luz encendida en el misterio de su Persona. (San Juan Pablo II – Audiencia general, 19 de septiembre de 1990)

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